Enfermería

Abrí los ojos con lentitud, después de varias horas en la enfermería. Recordaba todo a la perfección.
-Cariño, no te esfuerces -dijo la enfermera, que estaba leyendo una revista cerca de mi.
Tenia la ropa secándose y estaba tapada por una manta.
-¿Dónde está Steven? -pregunté sin hacerle mucho caso y levantándome.
-¿El chico? Se fue.
Fruncí el ceño, mordiéndome la lengua.
-Tengo que irme.
La enfermera no me dejó ir.
-No de momento.

Me crucé de brazos, al ver que no me dejarían levantarme de la cama.
-Nada -dije solamente mirando por la ventana, aún respirando con algo más de rapidez.

-Cállate, Angelus -murmuré mirando al frente con el ceño fruncido.
La enfermera se nos quedó mirando a la espera que cogiera la copa de sangre.
-No la quiero.
Ella me dijo que debía beber.
-Estoy bien.

Aparté la copa con mi mano y les di a ambas la espalda.
-Dejadme en paz. Quiero estar sola -les grité a ambas- Ya os he dicho que ahora estoy perfectamente.
Agarré las sábanas con fuerza, recordando todo lo que había pasado anteriormente.

-¡Basta, Angelus! -esta era una de las pocas veces que la llamaba por su nombre completo- Estoy harta que me critiques todo, todo lo que me pasa, siempre tienes que tener la última palabra.
Me mordí el labio inferior con fuerza, mientras derramaba una lágrima.

-¡Pues felicidades, ponte un pin! -exclamé- La señorita soy lo más y nada ni nadie puede conmigo -apreté mis dientes con fuerza, sin que la imagen de Steven se me fuera de la cabeza- todos, todos sois unos estúpidos. Debí haberme dejado llevar por mis instintos en Inglaterra y matar a todos. Así al menos intentarían acabar con mi vida y no habría venido aquí.

-¡Cállate! -dije poniéndome de pie y empujándola contra la pared, sin importarme la enfermera.
La cogí del cuello, mirándola con una mezcla de sentimientos y los ojos humedecidos.
-¡Todos sois unos estúpidos! Todos.

-No es cualquiera -dije mirándola con enfado y entrecerrando los ojos amenazante.

Tuve la tentación de pegarla, pero me contuve, no debía pasarme.
-¡Cállate! No es culpa mía que él fuera alguien así -murmuré respirando con agitación.

Fruncí mis labios y la solté.
-Aún así, no es culpa mía.
Le di la espalda, cruzada de brazos sin decir palabra alguna.

-Sí, da igual -mentí volviendo a la cama, volviendo a darles la espalda- No me importa.
Cerré los ojos.
-Ya pasó.

Fruncí el ceño.
-¿Cobarde por qué, Angelus? -dije derramando una lágrima tras otra- Dímelo, vamos. Porque no entiendo qué quieres ahora de mi.